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La ley de las cien siglas. José Carlos Cutiño, abogado

Ley Celaa

LODE, LOGSE, LOMCE, LOMLOE… Da igual el acrónimo que se emplee para denominarlas…las leyes reguladoras del sistema educativo patrio han sido -por una u otras causas- victimas de una histórica y descarnada confrontación política.

Que a lo largo de nuestra democracia hayamos vivido hasta ocho regulaciones diferentes de la educación obligatoria en nuestro país, pone bien a las claras que si hay quienes han suspendido de verdad han sido nuestros políticos de todo partido e ideología. Ellos han sido incapaces de encontrar un marco de consenso capaz de procurar un sistema educativo de calidad universal, plural y equitativo, con capacidad de perdurar en el tiempo.

La politización -que no la ideologización- de los grandes ejes del bienestar de un país, como son la educación, la sanidad o los servicios sociales, ha sido y es -y lamentablemente será- uno de los grandes lastres convertidos en asignaturas perpetuamente pendientes de nuestra Sociedad. Ni una sola de esas normas cuyas siglas citaba fueron capaces de concitar mayorías más allá de sus promotores -partidos en el Gobierno y sus satélites- que con frecuencia volcaban en la Educación buena parte de sus traumas y cuentas pendientes con la sectaria intención de formar en sus postulados y bajo sus postulados a las generaciones de turno.

La nueva Ley, técnicamente LOMLOE y mediáticamente, Ley Celaá por el apellido de su ya célebre impulsora, ya ha provocado tantos titulares que cabe preguntarse si ha venido a resolver algunos de los problemas históricos de nuestro sistema educativo o tan solo a provocar un terremoto político-institucional innecesario en estos convulsos tiempos de pandemia.

Los vectores de la norma son claros y no hay dobles lecturas en cuestiones tales como la postergación de la educación concertada como opción de futuro, la progresiva eliminación de la educación especial o la precarización de la exigencia en cuanto a la excepcionalización de las repeticiones de curso.

Las dos primeras cuestiones entran en línea con el discurso pseudo-neo-progresista tendente a priorizar la educación pública obviando sus carencias para dar respuesta, no ya a las exigencias de mejora en la calidad que debería imponer nuestro precario análisis actual, sino a las exigencias derivadas de una sociedad plural, para mantener un prurito que no se corresponde con las capacidades reales de la escuela pública ni de las administraciones competentes.

Pretender que los miles de educandos -de todos los niveles y extracciones sociales y económicas, para nada pijos, como algún ilustrado ha llegado a espetar- escolarizados en la escuela concertada pudieran ser absorbidos sin más por la enseñanza pública es hacerse una utópica paja mental digna de un análisis histórico que tomara como partida los años del Felipismo más pragmático, para enterarse de lo que va la película.

Del mismo modo, asumir que el actual sistema educativo público es capaz de integrar las múltiples discapacidades que hoy acoge con razonable éxito la educación especial, constituye un ejercicio de soberbia tecnocrática que termina pagándose con el sufrimiento de los niños y padres afectados, que de esto saben más que cualquier “experto” consultado por el Ministerio, de los niños que sí son suyos.

¿Por qué, entonces, ese empeño de redefinir los aspectos estructurales del sistema educativo en lugar de analizar sus carencias desde el punto de vista académico? ¿Por qué centrarse en lo ideológico en lugar de trabajar en mejorar ratios y condiciones de trabajo de docentes y alumnos, potenciando recursos y sinergias con todos los operadores del sector bajo un marco de objetivos común? Porque eso es lo difícil y meritorio.

¿Se pretende que el éxito del sistema diseñado se mida en función de que los que eran carne de repetición acaben sus estudios sin exigirles el más mínimo esfuerzo? Porque lo de sustituir la evaluación objetiva por el criterio subjetivo del claustro provoca cierto escalofrío en quienes defienden el mérito objetivamente contrastado como fórmula de evaluación y reconocimiento.

Es ciertamente dudoso que en ese camino se encuentre la excelencia, y lamentable que aspectos políticos terminen por desviar la mirada de aquellos que pueden estar enfocados con mayor acierto, para hacernos malpensar que en el fondo, solo eran la excusa para una nueva vuelta de tuerca a nuestra ya sobradamente retorcida política educativa, para que tenga mucho de política y poco de educación.

Y en esa línea, los de la eliminación del castellano como lengua vehicular, es muy sintomático de por donde van los tiros.

Sobre el autor

José Carlos Cutiño-Riaño, abogado. Especialista en Derecho del Consumo y Relaciones de Mercado, Derecho Mercantil, Civil y Matrimonial Canónico. Experto en Responsabilidad Social Corporativa y Participación y Relaciones Institucionales.