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El agua que nos cubre, Matías Sánchez Caballero

Accesibilidad e Inclusión Digital

La siguiente entrada corresponde a Matías Sánchez Caballero, Ingeniero Técnico en Telecomunicaciones, Asesor e Investigador en Accesibilidad e Inclusión a las TIC en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Matías está especializado en la accesibilidad y usabilidad. Su mejor referencia es su propio testimonio: lleva más de 10 años trabajando y comunicando su experiencia de vida, comunicando a través de revistas y de programas de radio, impartiendo cursos, talleres y charlas.

La accesibilidad digital tiene por objeto diseñar y elaborar aplicaciones y sitios webs completamente adaptados para personas con discapacidad. Por ejemplo, adaptar una web para personas sordas o cambiar los colores para que un usuario daltónico los reconozca mejor, entre otras adaptaciones. Mediante esta accesibilidad se consigue la «inclusión digital» de todos, es decir, la democratización del acceso al uso de las TICs en la actual Sociedad de la Información que nos encontramos.

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Recuerdo cuando estaba en el balcón del hotel mirando los numerosos tejados y el horizonte. Era finales de agosto y el sol ya se había puesto pero todavía había mucha claridad. De repente apareció por el lateral de mi campo de visión un punto blanco.

¿Y eso? Me pregunté. Volví mi cara para fijarme mejor, pero ya no estaba. Desapareció. Así es, es lo que me pasaba: de repente veía algo por el rabillo del ojo y al mirar directamente desaparecía.

La luna estaba en lo alto. ¡Espléndida, como siempre! Supongo. Pero la estampa no la pude apreciar porque mi escasa agudeza visual me lo impedía.

Soy esa persona que tropieza continuamente con todo, la que no distingue bien los colores, la que usa una lupa al encender el horno, la que se arrima mucho a las pantallas de las máquinas expendedoras de billetes, la que pregunta constantemente por qué número va en la sala de espera de cualquier institución aun teniendo el panel enfrente, la que no puede leer ni un libro ni un periódico porque el tamaño de la letra es pequeño, esa a la que le cuesta ver el número de autobús que se acerca, la que no ve las representaciones de teatro, la que… Este soy yo, una persona con baja visión.

Me imagino lo que piensan los padres y las madres de los compañeros del cole de mi hija cuando paso al lado y no saludo. «¿Por qué no nos saluda? Qué antipático». Yo no distingo las facciones del rostro, para mí son personas con sus caras difuminadas. ¿Le conozco, o no le conozco? Pienso. No sé si debo saludar.

Yo veo. Veo mal, pero veo. Una persona con baja visión no es ciega, pero no ve bien. Tener reducida la capacidad de ver es como cuando uno está dentro del agua; cuanto más sumergido estás, más dificultades tiene tu cuerpo para moverse. Sin embargo, ni el agua te cubre por completo ni te encuentras fuera del agua. Así ocurre con mi capacidad de ver, cuanto más me voy sumergiendo menos veo.

El ser humano está adaptado para realizar tareas fuera del agua: respira, anda, corre, ve, oye… Al sumergirse en el agua el cuerpo realiza movimientos con dificultad la capacidad de oír se reduce, es imposible hablar. Y la agudeza visual se ve afectada…

Mi primer contacto con esta realidad fue a los seis años. Mi profesor se puso en contacto con mi madre. Me acercaba mucho a los libros cuando leía y entrecerraba los ojos al mirar la pizarra. El resultado fue mi primer par de gafas. Cuando el agua comienza a cubrirte, empieza por los pies. Apenas la percibes, te permite correr, saltar, jugar, estudiar… Así pues, no parece un problema. Al mismo tiempo, los amigos y familiares no se dan cuenta de que estás mojado. Con el tiempo te acostumbras y no le das importancia.

El siguiente paso fue fijarme en quienes llevaban bastones y gafas oscuras. Fueron las primeras personas “sumergidas” que vi de niño. Los medios de comunicación explicaban que grandes instituciones ofrecían ayudas a las personas que se encuentran “por debajo del agua”. Todo es externo a uno mismo y yo lo apreciaba con cierta indiferencia y pensaba: «El estar mojado es algo que sucede a otros, no a mí».

Accesbilidad e inclusion. Matias Sanchez Caballero

Con el paso de los años, el nivel del agua iba subiendo sin que yo le prestara mucha atención y, al llegar a la altura de las rodillas, los compañeros del trabajo me decían: «Te acercas mucho a la pantalla del ordenador». Y mi familia me preguntaba: «¿Por qué entrecierras los ojos cuando conduces?». En una situación así las personas que te rodean empiezan a darse cuenta de algo que tú no puedes notar: de que algo pasa. Y es que el movimiento dentro del agua ya no es tan fluido como antes y cuesta un poco realizar carreras, jugar, trabajar… Yo todavía seguía sin prestar atención a lo que sucedía, e incluso me permitía realizar bromas: «La culpable es la edad, que no perdona».

Yo veo. Veo mal, pero veo. Una persona con baja visión no es ciega, pero no ve bien. Tener reducida la capacidad de ver es como cuando uno está dentro del agua; cuanto más sumergido estás, más dificultades tiene tu cuerpo para moverse

No me planteé ir a un experto hasta que un día me di cuenta de que me costaba ver las líneas de un cartel del que unos años atrás y a la misma distancia podía leer el texto. Descubrí que tampoco distinguía los colores oscuros. En el trabajo un compañero me dijo que al escribir no usara la tinta roja ¡y yo pensaba que estaba usando un bolígrafo de color negro! De lejos sabía distinguir a las personas, no porque apreciara los detalles de su cara, sino porque aprendí a diferenciar a los conocidos por el movimiento del cuerpo al andar. Cuando el agua sobrepasa la cintura, uno es consciente de que no es tan rápido ni tan ágil como antes. Y de que cada vez está más lejos la orilla.

Finalmente acudí a la consulta del oftalmólogo: «¿Qué me pasa en los ojos? ¿Por qué ha sucedido? ¿Qué debo hacer para mejorar la visión? Si me opero, ¿recuperaré la vista?» Fue un duro golpe recibir las sinceras respuestas, tan crudas, por parte del especialista: «Tienes degeneración macular debido a tu alta miopía. No se puede hacer nada, no existe ningún tipo de operación. Y con el tiempo, verás peor.» El nivel del agua no desciende; puede seguir creciendo hasta llegar al cuello, e incluso cubrirte por completo.

Y continué con más preguntas. Esta vez pensando en el futuro y sin respuestas… «¿Qué pasará ahora con el trabajo? ¿Perderé la vista por completo? ¿Cómo moverme por los diferentes sitios? Y la familia y amigos ¿qué pensarán? … ¿Por qué a mí…?». Ahora, el estar mojado es algo que me sucede a mí.

Necesitaba que alguien me dijera cómo salir del agua por completo. Y empecé a nadar. Nadé en todas las direcciones. Encontré más personas en situaciones semejantes a la mía: a algunas el agua les llegaba por encima de la cintura; a otras por encima de la cabeza. Y llegué al gran barco que divisé a lo lejos, porque necesitaba aferrarme a “algo” consistente. Sin embargo las personas del barco me dijeron que solo era para los que están por debajo del agua, y a mí aún no me cubría por completo.

Entonces, en la consulta del oftalmólogo, con cierta tristeza y desilusión, hice una afirmación que tuvo una decepcionante respuesta: «Mi agudeza visual es tan baja que no me permite renovar la licencia de conducir, pero lo suficientemente alta para que no me ayuden». El oftalmólogo dijo: Vosotros, las personas con baja visión, os encontráis en un vacío. Estás en el “Limbo”». Entonces entendí las palabras de un psicólogo que había leído en una entrevista; decía que aun habiendo perdido el 50% de la visión, no somos conscientes de ello.

En ese momento aparté mis temores y acepté mi situación: «¡Vale! El agua me cubre, pero aún hago pie, aún puedo llevar a cabo muchas cosas». Empecé a pensar y a actuar con conocimiento de lo que podía realizar parcialmente sumergido.

No se trata de luchar contra la baja visión, sino de reconocer que tengo una visión reducida. Lo contrario sería nadar a contracorriente y me perdería grandes momentos, como cuando dejo a mi hija en el colegio. No me hace falta estar en primera fila con todos los demás padres. Así pues, me voy donde no hay nadie y espero hasta oír: «¡Adiós papá!».

Por supuesto, dentro de las limitaciones y de las posibilidades que permite «el agua que nos cubre».

Texto del libro «Nada sobre nosotros» de Matías Sánchez Caballero.